Hay momentos en la vida en los que nos sentimos superadas. No siempre es por algo grande o dramático. A veces es el cansancio acumulado, la incertidumbre que pesa, las situaciones que no cambian, o simplemente una tormenta interna que no sabemos cómo calmar.
En Mateo 14 hay una escena que nos habla con fuerza. Jesús había estado enseñando a una multitud, y después de despedirlos, envió a sus discípulos a cruzar el lago en una barca, mientras Él se quedaba solo a orar.
En medio de la noche, con viento fuerte y olas agitadas, Jesús se acercó a ellos caminando sobre el agua. Al principio no lo reconocieron y se asustaron. Pero Él les dijo:
“¡Ánimo! Soy yo. No tengan miedo.”
Entonces Pedro respondió:
“Señor, si eres tú, mándame que vaya a ti sobre el agua.”
Jesús le dijo: “Ven”.
Y Pedro bajó de la barca y caminó sobre el agua hacia Jesús. Estaba haciendo algo imposible. Mientras su mirada estaba puesta en Él, caminaba. Pero algo cambió.
“Pero al ver el viento fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: ‘¡Señor, sálvame!’”
(Mateo 14:30)
La tormenta ya estaba presente desde el principio. Pedro no se hundió porque algo nuevo apareciera. Se hundió porque dejó de mirar a Jesús y comenzó a enfocarse en el viento.
Y ahí es donde muchas veces nos encontramos también.
Comenzamos con fe. Sentimos que Jesús nos llama, que hay algo nuevo que debemos hacer, y damos el paso. Salimos de la seguridad. Pero cuando lo que nos rodea empieza a sacudirse —cuando las cosas no salen como esperábamos, cuando las circunstancias se complican—, perdemos el enfoque.
No porque Jesús se haya alejado.
No porque la fe no funcione.
Sino porque permitimos que el miedo hable más fuerte que la voz de Aquel que nos llamó.
¿Dónde está puesta nuestra mirada hoy?
¿En la tormenta... o en Jesús?
Pedro, al comenzar a hundirse, no trató de solucionarlo por su cuenta. No diseñó un plan. Gritó lo único que necesitaba decir:
“¡Señor, sálvame!”
Y Jesús lo hizo. Extendió su mano y lo sostuvo.
A menudo pensamos que tener fe significa caminar con firmeza todo el tiempo. Pero la fe es simplemente no dejar de mirar a Jesús cuando todo alrededor parece tambalear.
Es confiar, incluso sin comprender.
Es volver a enfocar, aunque el corazón tenga temor.
Es pedir ayuda sin vergüenza, sabiendo que Él no se aleja cuando llegan las tormentas.
Nuestro ánimo hoy no proviene de que todo esté en orden.
Proviene de saber que Jesús está cerca. Que Él nos ve. Que no nos deja solas en medio del proceso.
Y que, además, nos ha dejado al Espíritu Santo: nuestro Consolador, nuestro Guía, nuestra ayuda constante.
Así que, si hoy te sientes en medio de un viento fuerte, no te culpes por sentir temor. Simplemente vuelve tu mirada hacia Jesús.
Y si necesitas clamar: “¡Señor, sálvame!”, hazlo. Él siempre extiende su mano.
Mientras mantengamos la mirada en Él, podremos caminar sobre aquello que parecía imposible.
Y si llegamos a caer, su mano fiel estará lista para levantarnos.
¡No dejes de creer !
¡Dios te bendiga!